Por Leopoldo Zambrano Enríquez.
Harold seguía sentado en aquel cuero ardiente de su reluciente motoneta, ensimismado con el paisaje verde esmeralda que cortaba la interestatal 86. El panorámico tras el que se hallaba no mitigaba el tremendo calor que imperaba ese día.
Su uniforme era impecable: la hebilla bien pulida, las botas relucientes, el casco reflejaba el Sol que se colaba por uno de los tantos orificios del anuncio con un resplandor dorado. No había motoneta más limpia a 100 millas a la redonda; ¡cómo sino! la suya era la única en ese radio.
La persecución tras un adolescente había roto la monotonía de su vigilancia por un tiempo, pero esa carretera no era lo suficientemente transitada como para alejarlo de sus pensamientos. Los 10 años a cuestas en el cuerpo federal de motoristas no lo habían acostumbrado aún a esas largas sesiones tras los trotamundos sobre ruedas. Pero no podía hacer nada, el programa de orientación vocacional le había designado para ese puesto según sus aptitudes, y era bueno, sólo que… Harold soñaba con otras cosas.
Adoraba estar a la luz de las estrellas preguntándose si en alguna de ellas podría vivir una gran aventura. En su interior sentía que debería tener un trabajo más emocionante, tal vez un arqueólogo famoso descubriendo ruinas arcaicas en un viejo planeta, o quizás un gran inventor. Le gustaba trabajar las tardes de descanso en su garaje; aunque aún no lograba hacer algo que funcionara o fuera útil.
La tarde comenzaba a desfallecer, un viento fresco anunciaba la inminencia de la noche, y el Sol se despedía para dar paso a una hermosa Luna llena que casi cubría el horizonte. Era una hermosa visión; aquél plato naranja se erguía pausada e inexorablemente, luchando por alcanzar la infinitud del espacio. De cierta manera la envidiaba.
Sus meditaciones fueron interrumpidas cuando al lado derecho del astro, algo llamó su atención. Una luz que en un principio pensó se trataba de una estrella, Venus tal vez; pero pronto cayó en la cuenta de que en esa estación debería estar al otro lado del horizonte, era verano y no podía estar ahí, cualquiera lo sabía, hasta Harold. De pronto, la luz subió su intensidad. El tamaño se incrementó casi cuatro veces.
- “Eso no puede ser un paneta, ni una estrella” – se dijo.
Como un resorte saltó de la motoneta y caminó unos cuantos pasos, abriendo el espacio para ver mejor. La luz se dirigía hacia él, no cabía duda. Harold retrocedió 2 pasos sin quitar la vista de la luz. En la curva de la autopista un viejo De Lorean aceleraba a fondo, pero ni el chirriar de los neumáticos hizo que quitara su atención de aquel objeto que ahora mostraba una forma esférica reluciente, de un platinado luminoso, y envuelta en un brillo azulado. Ahora su tamaño era de un cuarto del de la Luna. Contrastaba con el naranja rojizo de la emergente Selene y tenía de fondo las rosadas y algodonosas nubes que colgaban de un cielo azul rey.
Las estrellas comenzaban sus guiños, pero palidecían ante la intensa luminosidad de aquella esfera que ahora dejaba ver una superficie metálica. De pronto, sin que Harold pudiera hacer nada, un movimiento vertiginoso del objeto hizo que Harold quedara petrificado. Aquella luz lo llenó todo… no tuvo tiempo de gritar.
Voces ininteligibles llegaban a sus oídos, no podía abrir los ojos y sentía que se encontraba sobre una superficie dura y fría. A través de los párpados percibía que el lugar donde se encontraba estaba lleno de una intensa luz.
Lo siguiente era un tanto confuso y regresaba a su mente con intermitencia: Una cámara de cristal, una diadema metálica, voces en la lejanía y una serie de murmullos que iban tomando sentido con el paso del tiempo. Intentaba abrir los ojos pero algo invisible se lo impedía.
No podría asegurar cuánto tiempo pasó. Las voces ahora eran del todo entendibles, pero aún no podía abrir los ojos.
-“¿Crees que sea el ideal?”
-“Así lo indica el informe”
-“Bien, hazte cargo”
La luz del lugar se convirtió en oscuridad total, no sabía ahora si tenía abiertos o cerrados los ojos, la sensación de inmovilidad ya había pasado, sin embargo, un persistente mareo lo imposibilitaba para mantenerse en pie.
Se recostó nuevamente pensando en su vida.
-“¿Qué será de mí? ¿Dónde me encuentro?”
Un potente rugido lo sacó de sus pensamientos, era uno de esos conductores locos del cuadrante 86 que acostumbraban divertirse recorriendo los anillos del planeta a toda velocidad.
Tras una breve persecución en su turboneta, cumplió su deber y regresó al puesto de vigilancia para seguir soñando… A pesar de llevar a cuestas 5 años en el Cuerpo de Seguridad Galáctica, no se acostumbraba a esas largas horas de vigilancia en los límites de SETI-VI. Pero no podía hacer nada, el programa de orientación vocacional le había designado para ese puesto según sus aptitudes, y era bueno, sólo que… Harold, soñaba con otras cosas.
Leopoldo Zambrano Enríquez
21 de Abril 2010.